Me resulta preocupante la manera en que hemos estado alimentando el descrédito de organismos internacionales diseñados para la defensa y protección de nuestros derechos humanos.
Con ligereza nos dejamos arrastrar por el discurso de la soberanía y la independencia, el mismo que callamos cuando necesitamos y requerimos apoyo económico. Pero cuando se trata de la defensa y protección de derechos humanos, de la deficiencia del Estado en su propia representación ante estos organismos jurisdiccionales, nos aceleramos a decir: No se metan con nosotros, somos soberanos, nadie tiene competencia. Sobre esto último, incluso negando las atribuciones de órganos de derechos humanos a los que acabamos de incorporarnos como Estado.
Y mi pregunta es ¿a dónde acudiremos entonces? ¿qué recursos nos quedan cuando aquí ya no nos quede nada? ¿de qué Estado de derecho nos hablan?
O ¿de qué nos sirve el artículo 26 de la Constitución? Ese que nos dice que este mismo pueblo soberano -porque realmente lo somos y en ese ideal de soberanía reposa nuestra independencia- ha elegido formar parte de una Comunidad Jurídica Internacional y que recoge como parte integral de nuestro derecho interno los compromisos asumidos en tratados internacionales de derechos humanos.
Una campaña que alimenta el Estado para justificar sus propias falencias al dejar vencer plazos -en órganos en los que que no nos van a enderezar el proceso mal instrumentado- y al no ejercer una defensa oportuna; que nutre cuando descarta el diálogo y el debido proceso. Es la misma campaña del “no recibimos presiones”; pero, mentira, sí las recibimos y las concretizamos materializando el ideal balagueriano que nos lleva al revés.
Y así, nos unimos al decrédito de mecanismos con los que ahora podemos contar cuando aquí, al tratarse de derechos humanos, de igualdad y de no discriminación, no contamos con nadie. Alimentamos con esa actitud la estrategia macabra de quienes quieren aislar la isla y caemos en su trampa.
Lo que dice la gente