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El peso específico de la igualdad

El peso específico de la igualdad

¿Puede el Estado discriminar activamente entre las personas? La respuesta a esta pregunta es bastante intuitiva: no, porque la Constitución se lo prohíbe expresamente. ¿Se excluye esta garantía de las relaciones netamente privadas? Aquí, de nuevo, surge la réplica casi por instinto: no, porque el ordenamiento jurídico nos protege a todos, por igual, contra cualquier actuación discriminatoria. Ahora bien, ¿cuál es el razonamiento que ampara esta conclusión? ¿De qué manera podemos afirmar la eficacia de la proscripción de la discriminación más allá del ámbito específico de las relaciones entre el Estado y los particulares?

Primero lo primero. La teoría política y jurídica vigente en la actualidad afirma desde hace tiempo la “esencialidad” de los derechos fundamentales para el mantenimiento de la democracia constitucional. Tanto es así, que la protección de sus manifestaciones esenciales (entiéndase, los derechos liberales clásicos y los derechos sociales) constituye la función primordial del Estado. Para ello, el aparato estatal está en el deber de adoptar todos los medios necesarios para que aquella garantía sea real y efectiva. 

Vale explicar, en ese tenor, que, desde el punto de vista estrictamente filosófico, detrás de lo anterior se encuentra una particular concepción de la justicia. Así pues, por justicia cabe entender –de manera muy esquemática— la distribución equitativa e imparcial de los beneficios y cargas que se originan como consecuencia de la conformación de la sociedad.   

En este marco, es importante señalar que los derechos son de aplicación directa e inmediata, lo que en esencia significa que no precisan de la intervención previa del legislador para poder ser exigidos por sus titulares. Esto es lo que se conoce como la teoría de la eficacia inmediata de los derechos fundamentales: con o sin legislación de desarrollo, los derechos se aplican como regla de decisión en las relaciones públicas y privadas. Es decir, los derechos no sólo son directa e inmediatamente aplicables en la dinámica Estado-ciudadano(a): también lo son en el marco de las relaciones estrictamente privadas, esto es, las que ordinariamente entablan los ciudadanos en el transcurso de sus vidas, en el despliegue de sus negocios, en sus interacciones fundamentales y básicas. Dicho de otra forma, estos derechos despliegan su eficacia tanto frente a los órganos que ejercen potestades públicas (eficacia vertical”) como frente a los particulares (eficacia horizontal”).

La eficacia horizontal” de los derechos se encuentra firmemente arraigada en el ordenamiento jurídico dominicano. En efecto, en la Constitución se contempla la acción de amparo como remedio ante cualquier vulneración o amenaza contra derechos individuales que derive de la acción u omisión de particulares. De hecho, el propio Tribunal Constitucional ha reconocido que los derechos fundamentales “se aplican en las relaciones inter privatos”, porque “las personas (…) de Derecho privado están sujetas a los principios, valores y disposiciones constitucionales”. Por ello, cualquier ciudadano o institución (pública o privada) tiene la obligación de respetar los derechos fundamentales.

El reconocimiento de la eficacia horizontal inmediata de los derechos fundamentales tiene consecuencias prácticas de cara a los particulares. En primer lugar, conduce a cierta cultura entre las personas, que se orienta de forma decidida al fomento del respeto mutuo y el fiel cumplimiento de los deberes ciudadanos, lo cual evita actuaciones u omisiones lesivas a la Constitución. En el caso de las personas morales (o jurídicas), esta obligación constitucional se traduce en la necesidad de adoptar medidas y políticas internas que garanticen la protección efectiva de los derechos de las personas, tanto a lo interno de la sociedad, es decir, en el entorno relacionado con los recursos humanos, como en el marco de sus relaciones externas con la sociedad. 

Como es sabido, entre los derechos más protagónicos que contempla la Constitución (y que, además de derecho fundamental, es un principio y estándar de obligatorio cumplimiento tanto en la arena pública como en el reino de lo privado) se encuentra la igualdad. Ella es, sin más, uno de los valores que sustenta el surgimiento del Estado social y democrático de Derecho que postula el artículo 7 de la Constitución de la República. 

La igualdad, por cierto, posee una doble dimensión: primero, comporta el derecho a recibir “la misma protección y trato de las instituciones, autoridades y demás personas, sin ninguna discriminación” (esto según el artículo 39 constitucional); y, segundo, es un principio constitucional que optimiza todo el sistema de derechos y libertades. Esta segunda dimensión (institucional u objetiva) tiene, también, consecuencias importantes: de un lado, implica el reconocimiento de la igualdad como principio limitador de la acción de los poderes públicos, de modo que todo el tren estatal está obligado a respetarla cuando ejercite sus competencias; de otro lado, afianza la igualdad como principio de interpretación y aplicación de todo el sistema de derechos; y, por último, reconoce la igualdad como objetivo a promover por parte del Estado, como plan a largo plazo de toda la arquitectura del poder público.

Dicho lo dicho, es evidente que no pueden las empresas discriminar, por acción u omisión, entre las personas. No pueden hacerlo porque su tráfico comercial se inserta en un contexto jurídico que cancela sin remedio esta posibilidad. No pueden hacerlo porque, en el actual estado de cosas, la eficacia de los derechos fundamentales excede su ámbito tradicional (el tándem Estado-ciudadano/a), dotándolos de una nueva fuerza expansiva. Los derechos juegan, ahora, un renovado rol en la regulación de la vida social. 

Como la Constitución es invasiva y suprema, que todo lo toca y nada se le escapa, su contenido se orienta, no solo a la limitación del poder, sino también a la transformación de la sociedad. Y en contextos cívico-políticos manchados por la inequidad, hay pocas transformaciones mayores que aquella que tiende a combatir, de manera directa, el veneno maldito de la desigualdad y la discriminación. La lucha actual por la igualdad ya no transita el mismo camino de antaño. En una sociedad cada vez más plural y heterogénea, cargada de demandas democratizadoras, el combate por la verdadera igualdad ha de permear todos los resquicios de la vida en sociedad. 

Solo así, en definitiva, puede concretarse el compromiso cívico y político que subyace al texto de nuestra Constitución: la de que todos somos iguales, y de que no solo el Estado, sino también todos nosotros, estamos obligados a satisfacer este postulado. De ello depende la construcción de una democracia plena. 

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