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La política más allá del partido

La política más allá del partido

Un exjuez italiano dijo hace poco que “la política no se puede definir como una actividad que tiene lugar exclusivamente en los lugares atribuidos a la política”1. Dijo además que en “los lugares atribuidos” a la política, pongamos que el Congreso de siempre o el clásico partido político, lo que en verdad se da es “una representación de algo que está muy ramificado en la sociedad”; de algo que en realidad trasciende al Congreso del momento o al partido equis y que tiene mucho más que ver con las tripas de la sociedad. 

Hay que decir que Zagrebelsky termina hablando de otra cosa, específicamente sobre su hipótesis de que la materia política que nutre a la oligarquía (el gobierno de los pocos sobre los muchos) es la relación, mutable y perversa, entre dinero y poder. Yo prefiero enfocarme en otra dimensión de su afirmación; una que no sé si es a la que apuntó pero que, creo, algo dice sobre cómo conviene entender lo político, o la política misma, en contextos de saturación informativa, ansiedad electoral y desconfianza rampante. Me parece, en fin, que el viejo magistrato lleva razón en algo: la materia política, todo lo que es o se siente político, no es exclusivo del terreno de los partidos políticos. Muy por el contrario: va mucho más allá. 

No es mala idea, entonces, reflexionar sobre dos cuestiones puntuales. La primera tiene que ver con la identificación de un concepto “mínimo” de lo político, independiente del espacio que ocupan los partidos, agrupaciones y movimientos políticos. La segunda, y acaso la más importante, concierne a la relevancia de este asunto. ¿Por qué importa manejar un concepto básico de la materia política? En mi opinión, porque todo indica que lo que en verdad configura lo político atraviesa un progresivo proceso de cooptación y, en ocasiones, de cierta torsión. La materia política se ha alejado de su lugar originario; ha perdido parte de su fundamento. Quizá convenga resituarla y echar mano de ella para relanzar (y, de ser posible, llevar a buen puerto) los reclamos sociales de nuestro tiempo.

¿Cuál es, en términos básicos, la bendita materia política? Se me ocurren dos maneras de responder la pregunta. La primera tiene un tufo a teoría jurídica. Pasa por rescatar aquella idea según la cual el ordenamiento jurídico en el modelo de Estado contemporáneo no resuelve de manera concluyente todos los problemas de la sociedad, sino que deja algunos “espacios abiertos” a su interpretación y posterior resolución (a) por la ciudadanía en participación directa, (b) por los representantes electos, o (c) por un órgano especial (como el Tribunal Constitucional, por ejemplo). En nuestro caso, la Constitución provee “parámetros” específicos –e innegociables— para actuar en colectivo ante los problemas que se nos presentan, y se abre a distintas interpretaciones sobre aquellos temas especialmente espinosos, como el aborto o la eutanasia. Contemos entre estos parámetros innegociables a los derechos (a la vida, a la igualdad, a la participación política) y ciertos principios jurídicos de relevancia pública (como la separación de poderes o el principio democrático). 

Bajo este enfoque, lo político se conforma por los desacuerdos ciudadanos que el ordenamiento jurídico ha dejado “abiertos a discusión”. Tras esta postura subyace una misión estabilizadora: si lo político está per se sujeto a la dinámica disenso-consenso, entonces es importante garantizar que –en lo que el hacha va y viene— el sistema institucional se mantenga operativo. Y la forma de lograrlo es, justamente, quitando a las mayorías ocasionales el poder de decidir sobre los presupuestos innegociables de la comunidad política (entre ellos, insisto, los derechos individuales y determinados principios jurídicos). 

Esta perspectiva me resulta inconveniente, porque su producto indirecto es la redimensión del protagonismo del legislador. De sus virtudes, claro, pero también de sus defectos. Definir lo político en función de lo que le queda por decidir al ordenamiento jurídico equivale a enfocarse en todo lo que aun no ha resuelto el legislador –o nueve jueces—. Esto puede resultar contraproducente, sobre todo cuando entran en juego variables como la disciplina partidaria, la presión mediática o los poderes fácticos (oenegés, grupos empresariales y demás hierbas aromáticas). 

Quizá por ello conviene más la “segunda vía”: aquella que deshace el nudo contraintuitivo que propone la anterior definición y que, en cambio, se  concentra en todo lo que influye en los procesos de representación y deliberación política. Esta perspectiva también mira hacia los derechos y los principios, pero con cierta independencia frente a lo que está jurídicamente ordenado. Desde este punto, claro que es político todo aquello que permanece abierto a debate por no estar resuelto de manera concluyente por el ordenamiento, bien en la Constitución, bien en las leyes de la República. Pero también es materia política todo lo que conduce, flanquea, propicia o explica esos desacuerdos. Es político todo lo que concierne a la individualidad y al colectivo. Es materia política la extensión de nuestros derechos y la amplitud de las facultades de los poderes públicos. Es político mi derecho al tránsito. Es política la dignidad de la mujer. Es político el sistema de cuidados, el régimen educativo y la salud pública. Es política la democracia misma.

Todo esto es político. Pero no en el sentido peyorativo en que suele entenderse. Saquemos de la ecuación los liderazgos prefabricados, los discursos de cartón, la violencia y las sillas de plástico. Es decir, pensemos todo esto quitando los malos hábitos de la política partidaria. Reflexionar sobre este asunto, más allá de las murallas ideológicas y el entorno tóxico de algunas estructuras partidarias, es descubrir que todo lo dicho es político porque prefiguran asuntos sensibles e importantes tanto para el desenvolvimiento de nuestra autonomía como para el desarrollo armónico de la vida en sociedad. Todo ello es político porque influye directamente en mi plan de vida y en el del otro. Y en el de su hermano y su primo. Y en el del vecino. Y en el del perro. En el de todos. Así, cuando algo “sale mal” en la arena política, todos somos potenciales afectados. Porque, efectivamente, la política va mucho más allá del partido. 

Que se entienda bien: las “agendas” son válidas y entendibles, y los partidos políticos tienen un rol clave en la democracia. Además de ser las bisagras que conectan a los ciudadanos con los poderes públicos y las políticas colectivas que estos desarrollan, canalizan con perspectiva ideológica los reclamos de los distintos sectores que coexisten en nuestra sociedad. Pero no son éstos –ni aquellas “agendas”— los que determinan lo que es político y, por ende, lo que merece o amerita la energía individual y colectiva. La política va mucho más allá del partido, lo supera, lo sobrepasa, se lo come vivo. Lo político es ideológico, pero también es terrenal, de carne y hueso. La política es tuya y mía. Sí, es un bicho raro. Sí, los partidos participan de ella. Pero la política está en todas partes. La política, en fin, es porque somos. O por ahí va la cosa. 

1[Luciano Canfora y Gustavo Zagrebelsky, La máscara democrática de la oligarquía (Madrid: Trotta, 2020), p. 33].

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