Entre el baile, la música y el fútbol latinoamericano hay una relación histórica. Bailaba Maradona en los entrenamientos; baila el pibe Valderrama cada vez que puede; Pelé no bailaba, pero hizo bailar a mucha gente. Más recientemente, bailó Ronaldinho en Milán (cuando quiso), bailó Neymar en Barcelona (cuando se le antojó) y bailó James Rodríguez en Madrid (porque sí). El fútbol, es justo decir, activa lo más humano de cada uno, y cada gol se grita y se baila como una conquista propia y ajena. Y allí precisamente se refleja el baile: como manifestación cultural de lo que cada uno lleva dentro, como expresión corporal de la calentura que corre por las entrañas del cuerpo latinoamericano, como reivindicación del arraigo social y cultural, de lo que nos une con nuestra raíz.
Bailó hace poco otro brasileño, Vinícius Júnior, y Madrid se vistió de racismo. El muchacho, nacido en São Gonçalo (municipio con una de las rentas per cápita más bajas de todo Brasil), se puso por meta bailar en los estadios donde marcase un gol. En esas andaba cuando a cierta fanaticada se le ocurrió imputarle una sarta de barbaridades con un claro tinte racista y xenófobo. De allí derivó una lista de argumentos a favor y en contra del bailoteo, en un cruce argumentativo que excedió lo deportivo y que parece soslayar el aspecto crucial de la cuestión: aquel baile, como cualquier otra expresión artística, incluso aquella con vocación política, reivindica una raíz común, muy humana, muy de todos. De modo que anular aquella reivindicación es mucho más que reprobar el movimiento ajeno; implica, de hecho, la autoreprobación. Esto, que podrá parecer un antecedente muy lejano con poca relevancia local, ha adquirido una vigencia renovada entre nosotros, que aparentemente aun vemos en la agresión y el insulto el mejor método de canalizar nuestro desacuerdo. Así que entre el baile de Vinícius y el esperpento reciente en el parque Colón hay una conexión clara: la tentativa de negar la raíz ajena, que es lo mismo (sí: lo mismo) que negarse a uno mismo.
Es difícil cuestionar que todos tenemos una “raíz” cultural, una matriz conceptual de la cual derivan nuestras convicciones, modos y hábitos conductuales. Sí, con sus matices; claro, con sus variantes. Aquella raíz cultural común no invalida (ni pretende invalidar) ni cancela (ni aspira a cancelar) los componentes específicos que acompañan a cada cultura y a cada individuo; al contrario, los aprecia y, por ende, los revaloriza. Por eso el artículo 64 de la Constitución dice lo que dice. De ahí, también, el compromiso tácito que asume un régimen democrático instalado sobre una sociedad plural: la convivencia y la cohesión a pesar de las diferencias indiosincráticas y culturales. El gobierno colectivo en una comunidad diversa tiene precisamente el reto de proyectar la unidad y el progreso común más allá de los sesgos individuales, de las “cargas” folclóricas e históricas, de los factores (a veces pequeños, a veces grandes) que simbolizan nuestras diferencias culturales. La democracia no niega estas diferencias, pero se mantiene neutral frente a ellas. Y se mantiene neutral, no porque no le interesen, sino justamente porque las admite como igualmente válidas, con sus límites y exigencias fronterizas. Por ello, quizá no es demasiado impreciso sostener que la cultura, al igual que la política (aunque no toda la política, tristemente), no es el juego del todos contra todos sino del todos para todos, del ubuntu y la fraternidad, de la raíz ajena como raíz propia.
Si todos tenemos esta “raíz”, si todos (por ser humanos) estamos conectados por este denominador común (también muy humano), entonces la más elemental transitividad –y, también la justicia más terrenal, más obvia— nos dice que todos tenemos el mismo derecho a reivindicar aquella raíz. De donde venga esa raíz, de donde abreve para formarse, varía de sujeto en sujeto y tiene mucho que ver con lo natural y lo circunstancial. Ninguno de nosotros decidió nacer donde nacimos; nadie tuvo el chance de elegir si aquí o allá, si de esta manera o de la otra, si con estos rasgos o con los otros, si con este estatus o con uno diferente. A lo sumo, alguien decidió por nosotros, caso en el cual nos debemos siempre a alguien más (nuestros padres, nuestros abuelos), y ellos, a su vez, a los suyos; y así hasta el infinito. Esa humanidad, ese componente de cercanía y conexión, ajeno a nuestra voluntad en su mayor medida y en su más justa dimensión, es común a todos. Es connatural a nuestra condición humana.
Nos asiste el mismo derecho de reinvidicar nuestras creencias a través del baile, la política o cualquier expresión o manifestación individual o colectiva. El problema es que la forma y el modo de proceder con aquella reivindicación importa mucho. Es este el punto problemático; es este el momento en que algunas conciencias se confunden. Boicotear de forma violenta una manifestación artística en un espacio público, por el solo hecho de que lo que allí se dice y profesa no se alinea con alguna convicción política propia (al margen de su mérito), nos presenta ante el mismo problema que postula la polémica del baile en el fútbol: que no es solo una afrenta a la expresión cultural del otro y un ejercicio ilegítimo de las libertades fundamentales que nos amparan en una democracia constitucional; que es, además, un agravio a nosotros mismos.
Lo del parque, sin más, nos anula mutuamente. Reinvidicar la raíz propia (ese cúmulo de convicciones, muy nuestro) mediante la invalidación de la raíz ajena es profundamente dañino, no solo porque debilita el tejido social y atenta contra la integridad cultural, sino además, y sobre todo, porque implica la cancelación propia. Sin rodeos: negar la raíz es negarse a uno mismo. Punto.
Lo que dice la gente