Uno de cada tres brasileños, aproximadamente, es evangélico. Hasta ahora, nada malo: de más está decir que cada uno cree en lo que quiera, en lo que le resulte más atractivo o seductor, en lo que estime más conveniente o razonable para sí y para los que le rodean. De eso más o menos van las libertades de culto, pensamiento y expresión que desde hace ya algún tiempo conforman parte del núcleo duro de derechos que ampara el constitucionalismo de nuestros días, fenómeno que por su parte ha reconfigurado –con intensidad, pero con éxito relativo— la sociedad democrática contemporánea.
Añádase al primer dato lo siguiente: en Brasil, el sector evangélico conforma el frente parlamentario más numeroso: reúne más escaños que cualquier otro partido del sistema con representación congresual y compone con especial protagonismo el bloque que popularmente se conoce como “BBB” (Buey, Biblia, Bala), que además agrupa a grandes propietarios de tierra y militares. Se advierte, pues, el peso político del grupo. De nuevo, nada de malo hay en ello: es una estrategia válida en el juego de la democracia aspirar a la construcción de mayorías que actúen de manera coordinada para canalizar el mensaje político que se ofrece, que naturalmente no puede situarse por fuera de las reglas y formas del ordenamiento jurídico –ni en sus antípodas—, pero que a pesar de ello se integra en un ecosistema de anchos y flexibles márgenes en lo que se refiere al ejercicio de la vida política, a la difusión del pensamiento, a la práctica del culto ideológico, a la manifestación abierta y libre de la convicción religiosa. En fin, que los contornos que marcan estas expresiones de la vida y el conocimiento humano son amplios y que, por ello, cada uno está en libertad de creer y profesar lo que le plazca, siempre que respete los márgenes que están en la Constitución y en las leyes, entre ellos las propias reglas de la democracia y los derechos individuales.
Un tercer “dato”: ha dicho en días recientes el diputado Sóstenes Cavalcante –vocero del bloque en la Cámara de diputados— que, “respetando a los parlamentarios del frente (evangélico) que apoyan a la oposición, el 90% o 95% de nosotros apoyamos la reelección del presidente Bolsonaro”. Nótese, ya sí, hasta donde llega el poder del evangelio: es, me parece, una reafirmación tanto del potencial compositivo como de la dimensión política de la religión institucionalizada. En el caso concreto, tres ámbitos de delicado encaje conceptual (poder, política y religión) concurren en tiempo y espacio para prohijar un escenario peculiar; uno que, me parece, conduce persistentemente a formular algunas preguntas.
Hay que recordar, en todo caso, que la relación poder-religión no es un fenómeno inédito. Desde hace mucho tiempo ha quedado en evidencia la (a veces, problemática) relación entre la religión institucionalizada y el ejercicio del poder. Más allá, puede incluso afirmarse la dificultad de escindir absoluta e irreversiblemente la experiencia religiosa –fundante del culto— de la conciencia política –constitutiva de la acción política—; una alimenta y, en ocasiones, vehicula a la otra. Como aquello de ponerle puertas al campo: no se puede contener la influencia del culto (entendido aquí en sentido amplio) en el quehacer humano. En esa misma medida, es inútil y contraproducente, e incluso fundamentalmente ilegítimo, exigir la separación entre la religión y la experiencia humana, como si de dos ámbitos inconexos se tratase. Argumento éste que, por cierto, nada tiene que ver con la defensa de la laicidad del Estado: esto último, me parece, es posterior y conceptualmente distinto a aquello. La vinculación entre la experiencia religiosa y el conocimiento humano es, en mi opinión, más primaria que la consolidación del Estado.
Aclarado lo anterior, es a lo menos llamativo que un grupo tan numeroso como el evangélico apoye tan ampliamente a Bolsonaro. No por las inclinaciones ideológicas o confesionales del presidente, su familia y su círculo (harto conocidas), ni por la deriva acomodaticia del sector evangélico (que le lleva a calcular tan convenientemente su acción política): creo que estos elementos dicen poco acerca de un desconcierto mayor, que trasciende lo subjetivo y lo estratégico y que se sitúa en un plano distinto, uno en el que el análisis circunda el aspecto sustantivo o doctrinal del asunto. Es, pues, lícito preguntarse qué dice –si es que dice algo— sobre la doctrina evangélica el apoyo tan decidido a Bolsonaro. Más bien: ¿cómo se articula ésta con el proyecto político que personifica el presidente? Alguna explicación ha de tener el hecho de que un grupo en cuyo núcleo ideológico e idiosincrático se sitúan los evangelios –que narran la existencia de un sujeto amante de la vida, la naturaleza y el prójimo— apoye, con semejante decisión y fervor, una plataforma de acción política que pivota en torno a un auténtico personaje (como Bolsonaro) y a un mensaje político tan particular (como el de aquél). ¿Cómo encajan ambas cosas? ¿De cuál evangelio hablan?
Puede que todo esto sea solo una gran sobresimplificación, en cuyo caso asumo con responsabilidad el equívoco. A fin de cuentas, hay tantos evangelios como lecturas de los mismos, y tantas confesiones y convicciones como gotas en el océano. De hecho, no solo la derecha (o las derechas) se ha(n) acercado al mundo confesional para capitalizarse políticamente: me consta que algunas corrientes progresistas también se arrimaron a sectores religiosos para tomar impulso. Lo que es más, “el mundo evangélico es complejo y heterogéneo” [Pablo Stefanoni, “Radicales y moderados: las tensiones de la derecha latinoamericana”, El País, 21 de agosto de 2022], de manera que pueden haber distintas formas de calibrar la coherencia de la confesión de Bolsonaro con su mensaje político, y entre aquello y el grupo evangélico. Lo que creo es que existe una disonancia básica, elemental, de raíz, entre el apoyo a Bolsonaro y el trasfondo conceptual e ideológico de la doctrina evangélica; esto es, entre el mensaje político y el mensaje religioso de Cavalcante y su grupo.
Todo lo anterior, evidentemente, no es inédito, ni mucho menos endémico. No nos engañemos: aunque se ha afirmado en alguna parte que la Constitución dominicana configura de manera innominada un Estado laico, lo cierto es que nuestra historia y nuestro desarrollo político e institucional han estado –para bien o para mal— irremediablemente imbricados con el poder eclesiástico. Uno (el poder político) y otro (el poder eclesiástico) han optado, las más de las veces, por arreglos que propician su recíproca continuidad y supervivencia. Naturalmente, la función bisagra entre ambos ha sido ejercida por el talante de los detentadores del poder en un momento determinado. Tampoco es que quepa afirmar que la relación Estado-Iglesia ha resultado entre nosotros absolutamente impoluta. Solo sostengo, por el momento, que esa relación se ha dado de manera comprobable y con vocación de permanencia. En caso de duda, atiéndase a ciertas expresiones institucionales recientes (por ejemplo, la proclama “patriótica” suscrita por el presidente del Tribunal Constitucional el pasado 15 de agosto) o a la conformación de focos específicos de poder (como el Gabinete de Familia, encabezado por quien también ejerce como Director del Consejo de Gestión Presidencial).
Es claro que son aristas incómodas. Lo bueno es que todo esto se sitúa en unas coordenadas propicias para la crítica sana, máxime cuando se está ante estructuras éticas que actúan de forma institucional y coordinada en la arena política, y que no sienten empacho alguno en perseguir el poder. Así que, profundizando en aquella línea constructiva, digamos que la relación entre el poder y la religión institucionalizada requiere cierta introspección cuando se está ante escenarios de estrés democrático, como el que vive hoy Brasil. Ello, empero, sin perjuicio de una cuestión mayor: o se ajusta aquella disonancia, o se levanta el velo ideológico que ampara –y cataliza— a los cultos organizados y se aprecia a la religión institucionalizada de cuerpo entero, es decir, como lo que en verdad es o (quizá sea justo decir) puede llegara ser: un actor político más. No es este un descubrimiento del suscrito, ni mucho menos. Pero creo que, visto lo visto, no nos sobra el recordatorio.
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