
Con la promulgación este domingo 3 de agosto de la Ley Núm. 74-25 por parte del presidente Luis Abinader, la República Dominicana tiene oficialmente un nuevo Código Penal. Su entrada en vigor está prevista para agosto de 2026, luego de un periodo de vacatio legis o ‘‘vacación de la ley’’ de doce meses. La aprobación de esta norma representa un hito legislativo no por su contenido innovador ni por haber respondido a las profundas demandas sociales en materia de derechos fundamentales, sino porque culmina un proceso en el que el Congreso Nacional, instalado el 16 de agosto de 2024, convirtió en ley una propuesta esencialmente idéntica a la que había sido rechazada en vistas públicas por amplios sectores de la sociedad civil apenas un año atrás. Más que un avance, este nuevo Código Penal plantea serias interrogantes sobre la calidad de nuestra representación política y sobre a quién sirve realmente el ejercicio legislativo. Tenemos un nuevo Código Penal, sí, pero cabe preguntarse con toda legitimidad: Un nuevo Código Penal, ¿para quién?
“Que todo cambie, para que todo siga igual”. Esta célebre frase, atribuida al personaje de Tancredi en la novela El Gatopardo del escritor siciliano Giuseppe Tomasi di Lampedusa, ilustra con precisión lo que hoy se conoce como gatopardismo: una estrategia de simulación del cambio cuyo único propósito es asegurar la continuidad del estado de las cosas. Ese parece ser el tipo de transformación que se ha ofrecido a la población dominicana: una supuesta renovación legislativa que, en realidad, impone una norma prácticamente idéntica a la que fue rechazada públicamente. Una norma que, de manera deliberada, evitó atender las demandas sustantivas de transformación orientadas a una mayor protección de los derechos fundamentales de sectores históricamente vulnerabilizados, incluyendo mujeres, infancia y personas con orientaciones sexuales e identidades de género diversas.
Diversas autoras y autores han señalado ampliamente las deficiencias y retrocesos del proyecto que hoy se convierte en el nuevo Código Penal, especialmente cuando se le contrasta con el avance del catálogo de derechos reconocidos desde la Constitución de 2010, las obligaciones internacionales en materia de derechos humanos, y los desarrollos legislativos que se han producido en el mundo frente a los desafíos compartidos por las sociedades del siglo XXI. Sin embargo, conviene destacar algunos de los múltiples aspectos señalados por la sociedad civil durante los distintos trámites legislativos de esta pieza.
El primero de ellos es, de hecho, transversal a varios tipos penales, y se refiere a la falta de reconocimiento de los derechos de las mujeres, incluyendo su derecho a la integridad, a la autonomía y a vivir una vida libre de violencia. En su Sección III sobre el aborto, el nuevo Código Penal criminaliza el aborto consentido, el provocado y el forzado. No obstante, establece una eximente para este último en el artículo 111, cuando la interrupción del embarazo sea practicada por personal de salud especializado “para salvar la vida de la madre, del feto o de ambos en peligro, [agotando] todos los medios científicos y técnicos disponibles al momento del hecho”.
De esta sección se desprenden dos elementos preocupantes. Por un lado, las mujeres seguirán siendo criminalizadas por acceder voluntariamente al aborto en la República Dominicana, sin importar la circunstancia. Por otro lado, incluso en la única eximente contemplada, no media en absoluto el consentimiento de la mujer, sino exclusivamente la opinión médica en el momento de los hechos. Este escenario resulta alarmante, pues no solo expone a la mujer a una situación de extrema vulnerabilidad en el umbral del riesgo a su vida, sino que también permite que el personal médico decida terminar un embarazo de riesgo que la mujer, en ejercicio de su autonomía, podría haber querido asumir. La omisión del consentimiento en estos casos, junto con la negativa a incluir otras causales necesarias y ampliamente reclamadas, perpetúa un enfoque que trata a las mujeres como objetos de reproducción, no como sujetos de derechos, capaces de decidir sobre sus cuerpos y sus vidas.
Otros aspectos del gatopardismo presente en nuestro nuevo Código Penal evidencian que, lejos de asumir un compromiso real con la erradicación de la violencia y la discriminación en todos los ámbitos, y en particular contra las poblaciones más vulnerables y excluidas, el texto normativo las normaliza al excluirlas, de manera efectiva, de su ámbito de sanción.
Para ilustrarlo, consideremos cómo, en lugar de garantizar la protección de las infancias frente a la violencia en el entorno familiar, el nuevo Código la legitima cuando ocurre en el marco de la crianza. Aunque el artículo 124, que tipifica la violencia doméstica o intrafamiliar, incluye adecuadamente formas de violencia como la económica, patrimonial, verbal y psicológica, el párrafo IV excluye expresamente de su alcance la violencia ejercida por padres hacia sus hijos, en los siguientes términos:
‘‘La educación y disciplina a los hijos por parte de los padres o tutores, en el ejercicio de la patria potestad y siempre que se haga respetando el principio del interés superior del niño, no constituye violación a este articulo.’’
Otro ejemplo importante es el tipo penal de discriminación. La primera deficiencia del artículo 173 es que limita la conducta sancionable únicamente a los casos en que la discriminación tenga como resultado uno de los seis hechos que allí se enumeran: la negación de un bien o servicio, el obstáculo al ejercicio de una actividad económica, la negativa a contratar o el despido, la negación de acceso a la educación o la negación de entrada a un establecimiento público. Estos supuestos replican casi literalmente los del Código Penal aún vigente, que data de 1884. En lugar de restringirse a esa lista cerrada, el tipo penal debió abarcar toda distinción, exclusión o restricción carente de justificación razonable que afecte o amenace el ejercicio legítimo de los derechos fundamentales. Pero la desprotección no termina ahí. Tanto el párrafo I como el párrafo II vacían de contenido la ya limitada tipificación del artículo en contextos específicos. El párrafo I establece que sus disposiciones se aplican “sin detrimento de la libertad de conciencia y de culto, con respeto al orden público y a las buenas costumbres”, mientras que el párrafo II dispone que “no habrá discriminación cuando el prestador del servicio o contratante fundamente su negativa por objeción de conciencia o motivos religiosos”. En otras palabras, un acto de discriminación puede considerarse legítimo, incluso si vulnera derechos fundamentales, siempre que el perpetrador invoque creencias religiosas, el orden público o las buenas costumbres, conceptos ambiguos y sin definición legal precisa.
Ahora bien, la discriminación, por irónico que parezca, no se limita a la deficiente redacción del tipo penal de discriminación, donde no se incluyó la orientación sexual ni la identidad de género como motivos prohibidos, a pesar de haberse adoptado una formulación aparentemente amplia: “razones de su sexo, color, edad, discapacidad, nacionalidad, vínculos familiares, lengua, religión, opinión política o filosófica, condición social o personal, y cualquier otra forma de discriminación basada en características o condiciones inherentes a la persona”. Por el contrario, de manera transversal y coherente con el patrón de exclusión que ya habíamos advertido hace un año en otra entrega sobre la invisibilidad y desprotección deliberada de las personas LGBTI+ en este proyecto, ahora convertido en ley, todos los tipos penales que enumeran motivos que requieren especial protección frente a la violencia motivada por prejuicio omiten toda referencia a la orientación sexual o la identidad de género. Además del tipo penal de discriminación, esta omisión se repite en figuras como la tortura o los actos de barbarie agravados, y el homicidio agravado. Solo para ponerlo en perspectiva, el artículo 92, numeral 12, califica como homicidio agravado aquel perpetrado contra un sindicalista por el hecho de serlo, o contra un político por su condición, pero no extiende esa misma protección a una persona LGBTI+ asesinada por prejuicio.
Arribado a este punto, la persona lectora podría preguntarse legítimamente cuáles son, entonces, las novedades que introduce este nuevo Código Penal. La respuesta, lejos de ofrecer motivos de celebración, revela elementos que deberían preocuparnos profundamente como sociedad. A continuación, citaré solo dos de los varios que merecen especial atención. El primero es el reconocimiento, en el artículo 8, de la responsabilidad penal de las personas jurídicas, es decir, empresas, compañías, asociaciones, partidos políticos, entre otras, cuando estas son instrumentalizadas para cometer delitos. Sin embargo, el artículo 13 establece excepciones que debilitan seriamente este avance. No solo excluye de responsabilidad penal al Estado dominicano, al Distrito Nacional, a los ayuntamientos y a otros órganos de derecho público, sino que también, en su párrafo III, excluye expresamente a las iglesias, lo que deja en la impunidad los delitos cometidos a través de estas personas jurídicas.
Pero el patrón de desprotección a los sectores vulnerables y de blindaje a los sectores de poder no se detiene ahí. Un segundo aspecto preocupante es la nueva redacción del tipo penal de ultraje, prevista en el artículo 310, que establece lo siguiente:
Artículo 310.- Ultraje. Constituye ultraje el hecho de pronunciar palabras amenazas, o enviar escritos, imágenes o cualquier tipo de objeto, o hacer estos, de modo no público, pero de carácter contrario a la dignidad personal y a la de las funciones que desempeña algún funcionario o servidor público. El ultraje será sancionado de quince días a un año de prisión menor y multa de dos a tres veces el salario que perciba, al momento de la infracción, el funcionario o servidor público que ha sido su víctima.
La preocupación que genera esta disposición no requiere mayor elaboración. A partir de su entrada en vigor, cualquier expresión o acto no público que un funcionario considere contrario a su dignidad personal o a la de sus funciones podrá ser sancionado penalmente con prisión de hasta un año. Esto puede abarcar desde comentarios críticos hasta gestos personales, como una queja, una burla o una señal obscena dirigida a un agente del orden. Con ello, el nuevo Código Penal no solo limita de forma desproporcionada la libertad de expresión, sino que también consolida un régimen de privilegio simbólico y penal en favor de quienes ostentan funciones públicas, reforzando así una lógica punitiva que protege al poder frente a la crítica ciudadana.
En los próximos días presenciaremos una gran parafernalia por parte del Congreso y del Poder Ejecutivo, en la que el oficialismo se congratulará por haber entregado al país un nuevo Código Penal. Sin embargo, frente a este flaco servicio a la escucha y a la protección de los derechos de los más vulnerables, no dejemos de formular la pregunta que corresponde: Un nuevo Código Penal, ¿para quién?
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