
Era mediado de la década de los 2000. Tenía 12 o 13 años y estaba recién mudada al que todavía hoy es uno de mis sectores favoritos de Santo Domingo, Urbanización Real y/o Renacimiento. Pasaba a menudo por la calle Rómulo Betancourt esquina Caonabo y veía un negocio de comida. Específicamente, era un local que vendía pollo asado y platos del día. A la hora del almuerzo, se llenaba, desde empleados de oficinas cercanas hasta jefas de hogar con sus hijos/as buscando resolver rápido el almuerzo. El olor del local tentaba, pero yo nunca me paré ahí. Siempre he sido muy perceptiva y comelona, pero lo primero le gana a lo segundo. Ese tremendo tanque de gas, justo al borde de la calle tan concurrida como lo es la Rómulo Betancourt, me parecía una amenaza. En mi mente, eso iba a explotar en cualquier momento.
Y así fue. Lamentablemente. Murieron decenas de personas producto de una cultura de inmediatez, de “resolver con lo que hay”, que nos persigue desde hace décadas. No fue un hecho aislado. Según Diario Libre, en las últimas dos décadas se han registrado múltiples tragedias en espacios comerciales y urbanos, muchas de las cuales pudieron haberse prevenido.
La más reciente, que nos arrugó el corazón a todos —incluso a quienes habitamos en la diáspora— fue la del Jet Set, que se cobró la vida de 232 personas y dejó 180 heridos (cifras aproximadas según medios oficiales). Un lugar antes dedicado a la celebración de nuestra cultura alegre y carismática se convirtió en símbolo del abandono institucional y de la falta de una ciudadanía activa y crítica. Literalmente nos robaron el mes de abril, como dice la canción.
Esa experiencia infantil me marcó no solo por lo que intuía entonces, sino por lo que aprendí después: que los riesgos que muchos intuimos, otros los ignoran porque nunca fueron enseñados a verlos con ojos críticos. Y ahí es donde entra la educación.
El Estudio Internacional de Educación Cívica y Ciudadana (ICCS por sus siglas en inglés), desarrollado por la IEA (International Association for the Evaluation of Educational Achievement), evalúa cómo se preparan los jóvenes de 14 o 15 años para ejercer su rol como ciudadanos/as activos, y ha sido clave para entender las brechas que existen entre lo que enseña el currículo, lo que ocurre en el aula y lo que realmente aprenden los/as estudiantes (Schulz et al., 2016).
En su última participación en este estudio, República Dominicana obtuvo el puntaje promedio más bajo de todos los países participantes en conocimiento cívico, y no presentó mejoras significativas respecto a 2009 (IDEICE, 2021). En contraste, Chile y Colombia mostraron desempeños superiores, con mayor proporción de estudiantes alcanzando niveles altos de desempeño. El rezago dominicano es particularmente preocupante porque solo el 12.2% de los estudiantes alcanzó niveles altos en 2016, frente a un 8.1% en 2009 (Scheker & Guzmán, 2021). A esto se suma que el país no participó en la edición más reciente del estudio en 2022, lo que impide conocer si ha habido avances o retrocesos en los últimos años.
¿Qué significa esto en la práctica? Que nuestros estudiantes no están aprendiendo a reconocer cuándo se vulneran los derechos de las personas. No están siendo formados para identificar abusos, exigir condiciones seguras o alzar la voz cuando algo está mal. Esta falta de preparación ciudadana nos deja expuestos: nos hace más vulnerables frente al peligro, más resignados frente a la injusticia y más pasivos frente a lo que debería indignarnos.
¿Y qué pasaría si esto cambiara? ¿Qué pasaría si empezamos a reclamar, como ciudadanía, ante los negocios que no cumplen con estándares básicos de seguridad, independiente de si están ubicados en Piantini o en la 42? ¿Qué pasaría si generamos una cultura de reclamos cuyo fin sea velar por los derechos del consumidor/a, en lugar de normalizar el peligro? No estoy diciendo que no se denuncia —sé que muchas personas lo hacen (aunque busqué el dato y no lo encontré)—, pero ¿son esas la mayoría? ¿O seguimos creyendo que exigir lo mínimo es sinónimo de ser conflictivo? ¿Qué pasaría si dejáramos atrás la cultura del “eso no es nada” o del “no va a pasar nada”?
Además, los resultados del estudio mostraron que muchos estudiantes dominicanos/as validan la existencia de gobiernos autoritarios si traen beneficios económicos, y mantienen una desconfianza generalizada hacia instituciones clave como la policía y los partidos políticos (IDEICE, 2021). La educación ciudadana que estamos ofreciendo no les está enseñando a decir “no” cuando algo está mal.
Esto contrasta duramente con lo que la Ley General de Educación 66-97 nos manda: formar personas libres, críticas, capaces de construir y cuestionar una sociedad justa y solidaria. ¿Lo estamos haciendo?
Y si bien nuestro carácter servicial ha hecho de los dominicanos un pueblo hospitalario —lo que ha sido beneficioso para el turismo—, no es esa la cultura que cuestiona, que fiscaliza, que transforma. Ser amable no puede ser sinónimo de aceptar todo, especialmente lo inaceptable.
El capítulo 6 del informe de ICCS, deja claro que si bien se han hecho reformas curriculares, existe una brecha sustancial entre el currículo prescrito y lo que realmente se enseña y aprende en las aulas. Además, los recursos específicos para enseñar educación ciudadana siguen siendo limitados, y muchas veces se espera que el civismo “se aprenda solo”, sin un plan concreto ni sistemático (Scheker & Guzmán, 2021).
Pero aún hay esperanza. El hecho de que la escuela sea la institución que más confianza genera entre los estudiantes dominicanos (91.5%) es una ventana de oportunidad (IDEICE, 2021). Si reorientamos nuestras prioridades y colocamos la educación ciudadana en el centro, no como un contenido aislado, sino como una competencia transversal a todo el quehacer educativo, podemos cambiar esta historia.
Porque sí, aún estamos a tiempo. Pero solo si dejamos de normalizar la mediocridad institucional, el peligro evitable y la resignación cívica. Si seguimos educando para la servidumbre emocional y no para la ciudadanía crítica, seguiremos siendo amables en los funerales de nuestras propias negligencias. Como bien señaló Raúl Ovalle: “en esta catástrofe estaban representados todos los sectores de la sociedad: personas de clase alta, media y de barrios populares; capitaleños, provincianos, extranjeros, miembros de la diáspora; empresarios, artistas, políticos, turistas y trabajadores. Para muchos, no fue solo el techo de una discoteca lo que se vino abajo: fue como si se hubiese desplomado sobre toda la República Dominicana”.
Y eso nos recuerda una verdad incómoda: los problemas estructurales no discriminan. Contrario a lo que es —lamentablemente— una creencia popular en República Dominicana: no importa tu clase, tu apellido ni tu código postal; cuando fallan las instituciones, todos estamos en riesgo.
Por eso, en vez de buscar soluciones individualistas, debemos accionar desde una educación transversal que nos forme para lo colectivo, para la deliberación, para el control del poder y para la prevención. Sabemos que ningún sistema educativo puede hacerlo todo, pero sí puede mucho. Y por eso, el rol del profesorado es tan crucial: porque son, muchas veces, el primer y único espacio donde los estudiantes aprenden a leer el mundo con ojos críticos.
Y lo sé porque lo viví. Tal vez por eso nunca me detuve a comprar en ese negocio ubicado en la Rómulo con Caonabo. Porque tuve el privilegio de crecer con padres que, además de cuidar mi educación formal, me enseñaron a hacer preguntas incómodas. Que me criaron para observar, para sospechar del riesgo, para pensar. Y cuando lo escribo, no puedo evitar pensar en cuántos estudiantes no tienen ese respaldo. Cuántos confían únicamente en la escuela como su último medio de protección crítica. Y entonces la pregunta no es retórica: ¿qué estamos haciendo nosotros, como docentes, líderes educativos y ciudadanos, con esa confianza que nos han entregado?
Aunque reconozco que poco ha cambiado desde entonces, sigo creyendo que se puede. Pero no por fe: por convicción profesional y ciudadana. Porque si sembramos esa misma semilla —la del pensamiento crítico, la del cuidado colectivo, la de los derechos humanos— en cada escuela, en cada aula, en cada equipo docente, todavía estamos a tiempo. No para evitar toda tragedia, pero sí para dejar de aceptar como inevitables aquellas que claramente se pueden prevenir; para construir una sociedad menos indiferente, menos vulnerable y más consciente de su poder colectivo
Paz para las familias de las víctimas. Que la muerte de esas 232 personas no sea en vano es una responsabilidad que nos pertenece a todos/as. No eran cifras. Eran vidas. Eran personas.
Lo que dice la gente