En la década de 1990, el gobierno nos vendió la propaganda de que “hoy eran tapones, y mañana soluciones” para promocionar y justificar la construcción de los elevados, túneles y desniveles para el uso exclusivo del vehículo privado. Una por una, estas obras fueron transformando nuestras principales avenidas en expresos o autopistas urbanas que, en teoría, estaban supuestas a facilitar el flujo vehicular al permitir transitar sin interrupciones por las intersecciones. Esto fue la génesis del modelo urbano que, a pesar de su demostrada incapacidad de ofrecer una solución en el largo plazo, continúa replicándose en nuestras ciudades. Desde entonces, el Estado ha construido más de 30 obras de infraestructura vial en el Distrito Nacional y en la provincia de Santo Domingo, sin que ninguno de estos ofrezca un alivio real a la congestión vehicular. En palabras del urbanista Marcos Barinas: “los elevados y túneles se han vuelto la forma más rápida de ir de un tapón a otro”.
No obstante, hace poco el Ministerio de Obras Públicas y Comunicaciones (MOPC) anunció su “Plan de Ataque 2024” que promete agilizar el tránsito vehicular en las avenidas República de Colombia, Próceres y Jacobo Majluta del Distrito Nacional. Si bien, considerando los resultados de las inversiones anteriores, esto pudiera parecer contraproducente, al leer los comentarios de esta noticia es evidente porque continuamos invirtiendo fondos públicos en este tipo de proyectos urbanos, y es que son increíblemente populares. Para muchos de los que vivimos en la ciudad de Santo Domingo, el tema del tránsito se ha vuelto en una de las problemáticas más exasperantes que enfrentamos diariamente; y no es para menos, ya que, según el Plan de Movilidad Urbana Sostenible (PMU, 2019), en promedio los habitantes del área metropolitana desperdiciamos alrededor de una hora y quince minutos diariamente. A esta pérdida de tiempo productivo y recreativo, se le suman los bien conocidos efectos en la salud mental, física y ambiental que tiene el uso extensivo y exclusivo del vehículo privado como la alternativa privilegiada de transporte urbano, y esto da como resultado una ciudad que urgentemente necesita encontrar otro modelo para asegurar su desarrollo sostenible.
Si bien debemos reconocer que, paralelamente a la construcción de estas “soluciones viales”, también se ha invertido en la construcción y mejora del sistema de transporte urbano (dígase, metro, teleférico y guaguas), la inversión pública en infraestructura vial se ha llevado el pedazo más grande del pastel presupuestario. Esto pudiera parecer razonable cuando consideramos que, en 2023, la ciudad de Santo Domingo concentró alrededor de un 38.6 % (2,111,519 unidades) del parque vehicular del país; pero en realidad es una muestra de la desigualdad con la que continuamos tratando de solucionar el problema del tránsito cuando consideramos que más de la mitad de los 3 millones de viajes diarios se realizan en la ciudad de Santo Domingo son a pie o en transporte urbano (dígase en metro, guagua, concho, motoconcho o taxi/uber) .
Grafico 1. Modo principal de viaje, Santo Domingo 2018
Fuente: Plan de Movilidad Urbana Sostenible (PMU) 2019
En ese sentido, un ejemplo reciente son los últimos elevados y marginales construidos en el municipio de Boca Chica, los cuales le costaron al Estado unos USD 51 millones, y que servirán para agilizar el tránsito de 30,000 vehículos en ambas direcciones. En comparación, la extensión de la línea 2 del metro, la cual abarcará unos 7.3 kilómetros y la construcción de cinco estaciones, le costará unos USD 550.2 millones, estimándose que beneficiará a unos 770,000 usuarios anualmente. Esto quiere decir que el Estado invirtió USD 714 por cada usuario estimado del metro, frente a USD 1,700 por cada vehículo que transitará por los elevados de Boca Chica. Esta brecha presupuestaria evidencia claramente que, a pesar de requerir de una inversión más alta, apostar a mejorar del sistema metropolitano de transporte urbano tiene un beneficio social más amplio que la construcción de obras orientadas únicamente al vehículo privado.
Además de lo anterior, los elevados y desniveles convirtieron a la avenida donde fueron construidos espacios por los que necesitamos transitar, pero no en los que deseamos estar. Por ejemplo, la avenida Churchill, con sus casi 5 kilómetros de paseo central y aceras amplias, se ha vuelto en un atractivo destino de inversiones inmobiliarias de la ciudad, con un buen número edificios que exceden los 20 pisos de altura, mientras que la avenida 27 de Febrero con casi el doble de extensión y carriles solo cuenta con dos edificios. Pero esto no siempre fue así. Originalmente, la avenida 27 de Febrero contaba con una isleta central, rotondas en sus intersecciones principales y marginales laterales, que no solo embellecían sustancialmente su trayecto, sino que además facilitaban su “habitabilidad”, siendo el destino de las construcciones más importantes de la ciudad entre las décadas de 1970 y 1990. Solo por mencionar algunos ejemplos, los complejos bancarios del BHD y ALNAP, las Galerías Comerciales y el Edificio Corominas Pepín fueron construidos durante este periodo. Igualmente importante, la avenida tenía un uso mixto que incluía viviendas y edificios residenciales. Actualmente, y a pesar de contar con un límite de altura de hasta 40 niveles, según lo estipulado en el Plan de Ordenamiento Territorial del Distrito Nacional, no existe ningún proyecto en el horizonte cercano que tenga como destino esta avenida. De hecho, las inversiones privadas que se han hecho, se han concentrado en el uso comercial vinculado al vehículo privado (dígase dealers, autoadornos y estaciones de combustible).
Irónicamente, la inversión pública, que en teoría estuvo supuesta a mejorar la conexión urbana, hoy en día funciona más como una gran barrera que separa la ciudad. En especial para las personas con discapacidades, envejecientes y que utilizan otras modalidades (dígase, peatones, ciclistas y motoristas). Si bien el Estado ha invertido en construir puentes peatonales que aminoren esta situación, de los 29 existentes en el Distrito Nacional, ninguno cuenta con los requerimientos de accesibilidad universal que permita su uso por parte de personas en sillas de ruedas, no videntes o personas con movilidad reducida. Lo que es aún peor, existen tramos en donde ni siquiera esto es una opción, representando una barrera para todo aquel que no cuente con los medios para acceder a un vehículo privado. Este es el caso del tramo de la 27 de Febrero entre las avenidas Privada y Luperón, donde, a pesar de haber una distancia de más de 2 kilómetros entre una y otra, no existe un solo cruce peatonal seguro en una vía donde la velocidad puede llegar a exceder los 60 kilómetros por hora. Esto no solo representa un alto riesgo para quienes se ven obligados a cruzar la avenida a pie, sino que también una barrera que divide la ciudad y aísla a quienes deciden no asumir el riesgo de cruzarla.
¿Qué se supone que debemos de hacer? ¿Desmantelar toda esta infraestructura vial que nos tomó tanta inversión pública y tiempo construir? Para nada, al menos no en el corto plazo. Para bien o para mal, nos toca vivir en una ciudad que es el resultado de una construcción intergeneracional y de la implementación de conceptos importados. Nos toca reflexionar, en especial, quienes tenemos o aspiramos al privilegio de tener un vehículo privado, sobre el impacto que tienen estas soluciones cortoplacistas. En conclusión, los tapones no tienen solución, pero sí alternativas. Nuestras ciudades no son el resultado de un proceso aleatorio, son lo que hacemos de ellas y, por lo tanto, serán lo que hoy reimaginemos que pueden llegar a ser. Hoy nuestra realidad son los túneles, elevados y desniveles, pero quizás mañana estos puedan ser los carriles para el transporte urbano que tanto necesitamos, a lo largo de una avenida arbolada, segura para todos, y sobre todo, que realmente sirva para conectar a la gente.
Lo que dice la gente