La política es, en gran parte, el uso del lenguaje para cambiar realidades. El poder político no fluye de la fortuna, aunque se alimenta de ella, sino que brota de la capacidad de explicar visiones, causas y fenómenos de una manera simple y de, a través de la comunicación, alterar la estructura de las dinámicas de poder para crear o aliviar tensiones culturales y satisfacer intereses. La política es comunicación, ejecución y economía, pero incluso las ejecuciones y la economía, dependen de que la estrategia de comunicación impulse la gestión, no que la condicione. Todo puede ser explicado, contado, atacado o defendido a través del lenguaje. Todo.
Por mucho tiempo vivimos en la era de la palabra y los grandes discursos, pero hoy vivimos en la era de la brevedad y la imagen. Los formatos son parte del mensaje… el medio es el mensaje (McLuhan). La comprensión de estos nuevos formatos es uno de los principales indicadores para diferenciar la “nueva política”, esa que comprende la naturaleza líquida de la comunicación digital y las nuevas creencias y dinámicas entre ciudadanía y Estado, y la vieja política, la que mantiene cierta verticalidad y rigidez y cree que las personas no son capaces de leer la intencionalidad detrás de los esfuerzos de comunicación gubernamental.
El período de transición entre la política de antes y la política de ahora puede ser terriblemente vergonzoso, pues pone en evidencia a gobiernos que reconocen la existencia de una nueva política pero desconocen cómo insertarse en ella, colocando grandes esfuerzos y recursos en pretender ser lo que no son.
A mis veinte y tantos años, cuando todavía hacía el esfuerzo por socializar en bares y discotecas, recuerdo un hombre mayor que nosotros, quizás por 10 ó 15 años que también frecuentaba los mismos lugares. Mientras el hombre, vestido muy a la moda, bailaba e intentaba ligar con las muchachas más jóvenes, la mayoría pensábamos “¡qué fuerte este viejo aquí!”. Esto le sucede a los gobiernos que usan vestimentas de nueva política pero siguen comunicándose con la verticalidad de antes y explican las cosas a la gente como los adultos lo hacen con los niños y los perros; como seres inferiores que no entenderían la supuesta complejidad de las realidades de los adultos y no merecen ser tratados como iguales.
Desde esta posición, donde la comunicación se utiliza como una manta para ocultar y distraer y no para proponer y conectar, es muy normal que veamos los hilos que la sostienen colgando delante de nosotros. Los gobiernos que entienden la comunicación como una actividad unilateral, aunque pretendan lo contrario, hablan pero no escuchan y cuando lo hacen, suelen escudarse detrás de “la gente no entiende de esas cosas” y diseñan los planes de comunicación sin pensar en las necesidades, capacidades o intenciones de los demás; creen que decir lo que quieren decir es comunicar, asumiendo que las nuevas generaciones son incapaces de conectar información y descifrar las verdaderas intenciones.
La comunicación política y la comunicación comercial tienen comportamientos y destinos muy distintos. Pero en algo coinciden: ya no son capaces de esconder la falta de autenticidad. Ya no son monolíticas. Ya no pueden operar desde el camuflaje ni disuadir desde la jerarquía. La comunicación efectiva no puede dejar ver los hilos que la mueven, sobre todo cuando pretende usar formatos modernos para ocultar posiciones antiguas y falta de claridad en la estrategia: la acción sin teoría es torpe e ineficiente. La teoría sin acción es inútil.
Estos gobiernos, actualmente comunes en América Latina, convencidos de que la intuición es más poderosa que la realidad, se convierten en ese hombre mayor que va a la discoteca vistiendo ropa moderna y convencido de que “se la está comiendo”, mientras las personas se miran entren ellas y piensan “¡qué ridículo!”.
Lo que dice la gente