Por Samuel Bonilla
En el marco de su discurso del 27 de febrero, Luis Abinader anunció la creación de la denominada DR Silicon Beach. Tal y como lo sugiere su nombre, DR Silicon Beach constituye un nuevo intento de réplica de Silicon Valley, una reconocida región ubicada en el norte de California que vio nacer, aloja y continúa impulsando a algunas de las empresas de tecnología más importantes del mundo.
Según las palabras del propio presidente, DR Silicon Beach buscaría crear un “ecosistema de creatividad e innovación donde confluirán empresas de tecnología, universidades nacionales e internacionales, centros de investigación corporativos…” Algunos podrían ver en la propuesta una señal de ambición por parte este gobierno. Yo, en cambio, veo una gestión sin rumbo, desconocedora del contexto y que busca reciclar ideas fallidas.
Silicon Valley obtiene su nombre de uno de los principales componentes de los microprocesadores de computadoras en alusión a su vinculación con el mundo de las altas tecnologías. Allí, en el seno del Valle de Santa Clara, se crearon condiciones [excepcionales para la innovación y la creación de nuevos productos] que muchos han intentado replicar, pero sin éxito.
Una de esas condiciones es la alta concentración de ingenieros y especialistas calificados. Aunque parezca obvio, valdría la pena señalar que lo anterior no es igual a tener una alta concentración de personas con títulos de ingeniería. No. Ello implica la disponibilidad de profesionales de la ciencia formados en una cultura de excelencia y de apertura a la información y la movilidad. De ahí la importancia de la Universidad de Stanford como uno de los motores de la región. Quizás más importante todavía, la universidad se obsesiona con la calidad: desarrolla el necesario afán de perfección, ese deseo incesante de hacer las cosas cada vez mejor.
Pensando en lo que constituye la cultura de la excelencia en la universidad, rescato las palabras del físico chileno Cesar Hidalgo que bien describía la cultura de la calidad a partir de su paso por el MIT como profesor. Para entender la esencia de la cultura de la calidad, la contrastaba con lo que denominaba una “cultura de costos.” Los espacios que se dedican a reducir costos rápidamente desarrollan una costumbre de hacer cosas que son “suficientemente buenas,” decía. En esa cultura de costos, la retroalimentación siempre se recibe con una excusa y no con una nueva entrega, cuando es precisamente en ese continuo re-hacer que se desarrolla la calidad.
Por otro lado, en Silicon Valley confluyen la competencia y la colaboración. La competencia implica que no hay un único jugador. Por el contrario, son muchas empresas pequeñas y medianas las que cargan con la tarea de producir e innovar. La colaboración, a su vez, supone el asumir esa tarea de manera conjunta, de forma que los costos y el riesgo asumidos se distribuyen entre todas. Más aun, es esa cultura de colaboración la que impide que las empresas se llenen de empleados administrativos que ralentizan los ritmos y procesos creativos.
Le sumamos a la ecuación que Silicon Valley, Stanford y todas las empresas que habitan la región exhiben una total apertura al mundo exterior, mostrando así que la ciencia no tiene fronteras ni nacionalidades. No depende únicamente de saberes y suplidores locales, sino de también de saberes y suplidores regionales e internacionales. Allí confluyen profesionales de todo el mundo, porque la ciencia y el conocimiento están por encima de las partes individuales.
También es importante destacar que la región disfrutó del impulso de las inversiones en investigación hechas por el departamento de defensa de los Estados Unidos. Después de la segunda guerra mundial, los Estados Unidos hizo un esfuerzo desmedido por fortalecer su posicionamiento militar, lo que implicó importantes inversiones en universidades como Stanford y MIT. Una parte importante de la tecnología que facilitan la telefónica y la internet se debe a esos esfuerzos militares estadounidenses. Dicho de otra manera, la economía de la guerra fue parcialmente responsable de la innovación que hoy asociamos a Silicon Valley y que disfrutamos en todo el mundo.
No menos importante, las relaciones entre empresas, suplidores, universidades y demás partes involucradas no se crearon con una visión de corto plazo. El país no se paralizaba con cada proceso electoral. Vistas estas razones, me cuesta entender la factibilidad de un proyecto como DR Silicon Beach en la República Dominicana.
Un espacio así no se replica. No seríamos el primer país en intentarlo. Abundan los ejemplos. Tampoco sería la primera vez que el propio país intentara reproducir tal “ecosistema tecnológico.” O acaso olvidamos que el Parque Cibernético de Santo Domingo se define como el Silicon Valley del Caribe. Nada más lejos de la verdad.
En todo caso, un ecosistema tecnológico no debe ser el objetivo en un país donde abunda la pobreza, donde las universidades y el sistema educativo en su totalidad existen al margen de la economía. Durante décadas fuimos uno de los países de mayor crecimiento económico en la región Latinoamericana. En paralelo, mantuvimos uno de los sistemas educativos más deficientes. Los niveles de aprendizaje hablan por si mismos. Por un lado, el mercado laboral no le demanda capacidades ni destrezas al sistema educativo; de la misma manera, el sistema educativo no presiona a los entes productivos de la sociedad. Pero vayamos en orden.
Para entender la factibilidad y adecuación del proyecto al contexto, lo primero que tendríamos que preguntarnos es si en nuestras universidades existe esa cultura de calidad que describía Hidalgo. De manera más amplia, ¿existe en el país la vocación para fortalecer la ciencia como eje del desarrollo nacional? Difícil pensarlo en medio de una gestión de gobierno que por un lado dice tener un compromiso con la educación y que por otro lado gestiona la re-apertura de toda una economía, dejando cerrado única y exclusivamente las aulas escolares. Por igual, y a propósito de la cultura de costos, si hay un argumento que se ha utilizado para frenar el desarrollo y fortalecimiento de la carrera académica en nuestras universidades, es el financiero. En tanto nuestras universidades entiendan “costoso” el tener personas dedicadas a la formación y la investigación para el beneficio de nuestros estudiantes y de la sociedad, nuestras universidades continuarán en el olvido. Y para muestras un botón. En la reciente convocatoria de becas internacionales para posgrados, el titular de la cartera educativa parecía tener como principal mensaje el ahorro de fondos que suponían las becas, en lugar de promover la excelencia académica que con ellas lograrían, las áreas temáticas que priorizan, el calibre de las universidades con que lograron acuerdos… Sucede, además, que una conversación seria sobre el sistema educativo pondría en cuestionamiento a los propios intereses del presidente en calidad de dueño de la universidad O&M.
Esa cultura de costos también atenta contra la internacionalización de nuestras instituciones de educación superior. En tanto se frene la carrera académica, eliminamos todo incentivo para que profesionales de otras partes del mundo se inserten en el sistema dominicano y colaboren en la creación de conocimientos. De ahí que la cultura de costos es aliada de la endogamia que hoy lleva al reciclaje de las formulas del pasado. Así, la educación se convierte en una de las tantas víctimas del discurso de la “eficiencia.”
Sobre la confluencia de la competencia y la colaboración, cabe destacar que las economías latinoamericanas tienen como sello distintivo su composición jerárquica, es decir, están dominadas por grupos económicos, la mayoría liderados por familias tradicionales con intereses en diversos sectores. La República Dominicana no es la excepción. Siendo así, la historia se cuenta a partir de estos grupos. A pesar de la nueva obsesión con el emprendimiento, no vivimos en un país que parecería querer abrazar y fomentar a los micro y pequeños emprendimientos. La competencia no existe. No hay reglas del juego claras en tanto que su aplicación siempre ha sido arbitraria, en favor de los de siempre.
Haríamos bien en analizar la obsesión de este nuevo gobierno con “los industriales”: los únicos que tienen herramientas para subsistir, dejando de lado a la masa de pequeños y sus redes – el grueso del país – que sufre la crisis. O bien podríamos revisitar la última entrevista hecha al presidente Abinader. Ante la intervención del periodista Huchi Lora sobre la necesidad de grabar más al patrimonio y las utilidades, el mandatario evadió la pregunta. Adivinen de lo que habló. Oh sorpresa: de la “eficiencia” del gasto público.
Y es precisamente esa idea de que con dinero todo se resuelve la que lleva a proponer proyectos nati-muertos y descontextualizados como Silicon Beach. Como decía Castells, la sociedad de la información implica crear una red donde “el poder de los flujos [de información] es más fuerte que los flujos de poder…” Parecería lo tenemos al revés.
Por eso, en lugar de pensar en Silicon Beach, lo que conviene es pensar en los altos niveles de desigualdad, en las universidades, en las reglas del mercado, en la falta de competencia, en la ausencia de un Estado regulador y la falta de institucionalidad, en la poca confianza que existe para invertir porque las inversiones buscan seguridad jurídica y no un logo colorido. Por demás, es un enfoque que como bien decía Acemoglu respecto los tecno-utópicos, continúa pensando los problemas desde lo alto olvidándose de la mayoría que está abajo con los pies bien firmes sobre la tierra.
El “modernismo” que impulsa tal propuesta no es distinta a la fracasada visión del “progreso” PLDista y su obstinación con el Nueva York Chiquito. Una oferta vieja con un nuevo empaquetado. Silicon Beach no es una apuesta a lo grande, es una promesa sin sustento. Por eso, cada vez que escucho mencionar el proyecto me pregunto, ¿a quién le pediremos prestado su sistema educativo?
Twitter del autor: @sbonilla
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