La política siempre ha dependido del espectáculo. Los grandes discursos en las plazoletas reventadas de personas, las caravanas, los gestos dramáticos, las promesas épicas… la puesta en escena siempre ha consistido en entretenimiento para la persuasión. Entonces aparecieron las redes sociales y el sistema cambió. Las palabras fueron derrotadas por las imágenes, y las imágenes por las imágenes en movimiento. La conversación pública fluyó en doble vía. Las distancias se acortaron. Las redes centralizaron la discusión pública y convirtieron el consumo de información en oferta de placer. La política se convirtió en espectáculo y el espectáculo en política. Todos los aspirantes al poder convergen, tarde o temprano, en ser “celebridades”. La manera de comunicar política es cada vez más parecida a la manera de vender productos de consumo.
Hay varios fenómenos que enmarcan la crisis política y el deterioro del poder político tradicional: desconfianza de la autoridad, la sobre-mediatización de la cultura y la sociedad como audiencia, las confrontaciones generacionales, la historia moderna del individualismo liberal y las expectativas inalcanzables que coloca sobre las personas. En un escenario donde todo choca contra todo lo demás y la liquidez que plantea Bauman, se populariza el término “nueva política”.
La “nueva política” se refiere a un estilo de comunicar y gobernar que comprende y toma en cuenta los fenómenos anteriores: reconoce la desconfianza y utiliza metodologías y formatos que la acercan afectivamente a la sociedad. Comprende la naturaleza de las diferentes plataformas de acceso y las navega con naturalidad y utilizando los códigos de las nuevas generaciones. Asume posturas valientes (o pretende hacerlo) y entiende la comunicación como el acto primario de la gestión política.
En América Latina, esta “nueva política” se confunde con una posición distinta pero que también se opone a la tradición: la “anti-política”, la promesa de ser mejor político precisamente por no serlo. Como se desconfía de manera tan generalizada en la autoridad tradicional, se cae en la ilusión de ver con más confianza todo lo que se le opone. Las nuevas generaciones están decepcionadas con el status quo del poder y están dispuestas a probar cualquier otra opción que prometa una nuevo estilo y posibilidades.
Personalmente, creo que la juventud debe tener mayor participación en la política, pero no porque crea que la juventud sea un valor o porque considere que ser joven representa alguna ventaja, sino porque creo que el ejercicio político debe ser accesible para todos y porque la juventud también tiene que estar representada, sobre todo en un contexto con diferencias generacionales tan profundas como lo es el actual. Pero parece que lo de “la nueva política” no se ha entendido bien.
El psicólogo y economista Daniel Khaneman, plantea una diferencia importante entre la felicidad y la satisfacción, y desde un punto de vista cuantitativo, plantea que la felicidad depende de las expectativas y la capacidad para satisfacerlas. Por eso es fácil entender cómo, frente al individualismo liberal y la promesa de “puedes ser todo lo que te propongas”, florece la decepción y la ansiedad de las nuevas generaciones.
La “nueva política” responde a precisamente a estas nuevas expectativas de la ciudadanía y sus actitudes frente a las autoridades. Los ciudadanos quieren ser escuchados y que sus preocupaciones individuales, sociales, económicas y cada vez más, ambientales, sean tomadas en cuenta. Sin embargo, parece ser que algunos la asumen como un set de códigos estéticos que se pueden adoptar como un uniforme, de un día para otro; que la “nueva política” es vestirse de una manera, promocionar las criptomonedas y estar presentes en TikTok. Todos quieren imitar a Bukele.
Funcionarios actuales y políticos opositores se proclaman representantes de la nueva política, casi siempre para acusar a sus contrarios de haberse quedado en la vieja, pero con poca convicción sobre su verdadera estructura, utilidad y el contexto social que la alimenta. Como con muchos otros fenómenos, lo cosmético sustituye la estructura.
Pero hay señales de esperanza. Existen políticos jóvenes que han entendido lo que la ciudadanía exige y han adoptado la “buena política” (término acuñando por Jose Horacio Rodríguez en su campaña para diputado en 2020): el ejercicio político que mantiene la búsqueda de consenso, que reconoce los intereses colectivos además de los partidistas, que puede pensar simultáneamente en lo técnico, lo social, lo económico y lo político, y que logra distinguir lo popular de lo correcto.
Entiendo la frustración y la impotencia de los más jóvenes. Entre mis veinte y treinta años fui un gran anti-político y veía el poder estatal como un enemigo natural de la sociedad. Hoy soy defensor de la política y los políticos. Creo que la gobernanza tiene que mejorar, pero que es inevitable y necesaria para la organización social y la colaboración. Se rechaza la política y se desconfía de ella, pero la solución no es negarla, ni cambiarla por otra cosa, sino transformar sus métodos y propósitos. Queremos cambiar la “vieja política”, pero ¿por qué la cambiamos? ¿por algo “nuevo”? ¿por algo opuesto? o ¿por algo mejor?
Lo que dice la gente