Aunque tú tengas título de doctor
Si estás lleno de odio sigues siendo un destructor
-Vico C
Hace unos años, antes de que se pegara Vico C, un gringo de nombre John Rawls decidió corregirse a sí mismo. Dijo que al construir su teoría de la justicia política (de la justicia como valor democrático estructural) omitió considerar una separación conceptual clave: aquella que distingue entre “simple pluralismo” y “pluralismo razonable”. Con ello quiso decir Rawls que, para contribuir al equilibrio de la democracia, el pluralismo –la teoría que admite la convivencia de múltiples convicciones sociales y políticas, a veces incompatibles entre sí pero igualmente válidas en abstracto— debe promover la construcción de consensos “razonables”, es decir, de acuerdos que no empujen demasiado al “otro” hacia los márgenes del espacio político.
La idea básica detrás de la teoría de Rawls es clara: el desacuerdo es el punto de partida de una sociedad plural y, por ello, la “justicia política” debe perseguir sobre todo dos efectos fundamentales: primero, afirmar la igualdad, la tolerancia, el respeto y la cohesión como conductores de la dialéctica política y la acción colectiva; y segundo, proyectar la regla esencial según la cual legitimar al “otro” (al que piensa, vive y comunica distinto) no supone suscribir sus posturas y que, justo al contrario, someterlas a un debate racional tiene un efecto enriquecedor extraordinario, un potencial estabilizador tremendo.
Explico lo anterior con la intención de proyectar un mensaje muy concreto que conviene al menos mantener como bumper sticker mental, sobre todo ante la carga confrontacional que cabe presumir para el próximo año y pico (con primarias, elecciones, mucha información y mucha, pero mucha campaña), y que ya va sacando la cabeza con episodios violentos que nos demuestran que hay que cambiar la ruta. Así como la tuvo que cambiar el presidente de la República (y con razón) cuando se enteró del despelote que se armó en la avenida Jiménez Moya, en el tramo central de su ruta hacia la sede del Congreso de la República para la rendición de cuentas que manda la Constitución. Mi hipótesis básica es que Vico C dio en el clavo: entre la destrucción y el odio hay una relación de correspondencia directa que se hace más intensa cuando se recurre al odio como vehículo de acción política en una sociedad plural.
Es imposible, por cierto, no sentir la tentación de criticar la ingenuidad de Rawls. Y es que los consensos sobre los que teorizó se demuestran cada vez más improbables en la práctica. Aparentemente, el odio está en todas partes: en la realidad tangible y en el metaverso; en la política, en las artes y en la música; en la calle y en la casa; en el cara-a-cara y en las redes sociales. Estas últimas, de hecho, son un buen termómetro: hoy sabemos que el tuit negativo u “odioso” se viraliza más rápido que cualquier comentario positivo, y que, en redes sociales, las emociones “se pegan”, porque los sentimientos y sensaciones que ellas canalizan impactan de forma decisiva nuestra forma de sentir y pensar.
Está claro que hay un problema de fondo; problema que, en verdad, no es ajeno a nosotros. Rememoremos por un momento lo ocurrido en el Parque Colón en octubre del año pasado, cuando un grupo radical saboteó brutalmente una manifestación artística pacífica. Pensemos ahora en la caricatura que circuló por redes sociales (sin pena ni gloria, afortunadamente) de cierta senadora decapitada, en un evidente acto de violencia política que no encaja demasiado en aquello que cabe entender por libertad de expresión; o en la agrura de los juicios paralelos contra exfuncionarios; o en la pretensión de invalidación latente en buena parte del discurso político vigente (el yo sí, tú no); o en la jauría de bots y trolls que día a día inflan las redes sociales de misoginia y aversion; o en la violencia policial. Súmese a todo eso la persistente campaña negativa contra actores políticos relevantes, o la desinformación deliberada. ¿The cherry on top? Peñones y balazos en plena avenida mientras el presidente se dirigía a la ceremonia de rendición de cuentas ante las cámaras. Violencia, por todas partes. Es un error pensar que todo esto no trabaja sobre nuestra mente, no condiciona nuestro ánimo, no nos predispone, o no afecta las bases mínimas de nuestro sistema democrático. Hace todo eso, y un poco más.
La cuestión es complicada, porque se trata de un jaque frontal a las propias premisas en que se asienta la democracia contemporánea. El desacuerdo es una propiedad inherente a nuestra sociedad; es su punto de partida. Y esta es de hecho cada vez más plural. Así que odiarnos equivale a desbaratar la democracia desde la raíz. El odio no es afrenta al otro sino a nosotros mismos, a todos en tanto sujetos que integran un esquema de convivencia que no está supuesto a sobrevivir cuando se abandonan el pluralismo y el desacuerdo como premisas innegociables.
Repítase, solo por si acaso: los desacuerdos son naturales y esperables en una democracia plural y heterogénea como la nuestra. Lo contranatural es “caldear” esos mismos desacuerdos para desmontar todo el tren democrático. Hacerlo a través del odio es ya un deporte extremo, porque implica rebasar los márgenes de todo desacuerdo razonable. Y también porque, en su versión más cruda, conduce a negar la promesa implícita de la democracia: aquella según la cual (1) seguimos siendo demócratas aunque no estemos de acuerdo , (2) podemos coexistir, pacíficamente y en plena igualdad, a pesar de aquellos desacuerdos, y (3) siempre habrá un procedimiento legítimo para canalizar las demandas individuales y colectivas y derivar de allí las decisiones fundamentales que contribuyan de mejor manera hacia un sistema político justo, igualitario y equilibrado.
Una cultura política auténticamente democrática hace suya la disidencia y, desde ella, promueve la igualdad y el pluralismo, condiciones imprescindibles para una deliberación racional respecto de las ideas y conceptos sobre los cuales construimos nuestros planes de vida. Por eso, el odio hacia “el otro” (que no es más que el reflejo del odio que llevamos dentro) es el punto flaco de nuestra democracia. Conviene, entonces, quitarle a estos estímulos negativos hasta el último cecé de protagonismo. Porque, insisto, al final tenía razón Vico C: aunque tú tengas título de doctor / si estás lleno de odio sigues siendo un destructor. Filosofía pura.
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